PRUEBA
PAU: ANTOLOGÍA LITERARIA 2013
Lírica: “A
un olmo seco” de Antonio Machado y “Elegía a Ramón Sijé” de Miguel Hernández
Narrativa:
fragmento de Ángela Vicario (páginas 108-110 de la edición de Debolsillo) de Crónica de una muerte anunciada de
Gabriel García Márquez.
Teatro:
escena final de La casa de Bernarda Alba
de Federico García Lorca y escena final, protagonizada por Fernando hijo y
Carmina hija, de Historia de una escalera
de Buero Vallejo.
Literatura canaria: “Un
día habrá una isla” de Pedro García Cabrera, “Me busco y no me encuentro” de
Josefina de la Torre y “La chabola” de Pedro Lezcano.
ANTONIO
MACHADO
“A UN OLMO SECO”
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas de alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas de alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
MIGUEL HERNÁNDEZ
Elegía a Ramón Sijé
(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha
muerto como el rayo Ramón Sijé, con quien
tanto quería.)
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha
muerto como el rayo Ramón Sijé, con quien
tanto quería.)
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas
secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
(10 de enero de 1936)
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
(10 de enero de 1936)
De El
rayo que no cesa
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Dueña por primera vez de su destino,
Ángela Vicario descubrió entonces que el odio y el amor son pasiones
recíprocas. Cuantas más cartas mandaba, más encendía las brasas de su fiebre,
pero más calentaba también el rencor feliz que sentía contra su madre. «Se me
revolvían las tripas de sólo verla -me dijo-, pero no podía verla sin acordarme
de él.»
Su vida de casada devuelta seguía siendo
tan simple como la de soltera, siempre bordando a máquina con sus amigas como
antes hizo tulipanes de trapo y pájaros de papel, pero cuando su madre se
acostaba permanecía en el cuarto escribiendo cartas sin porvenir hasta la
madrugada. Se volvió lúcida, imperiosa, maestra de su albedrío, y volvió a ser
virgen sólo para él, y no reconoció otra autoridad que la suya ni más
servidumbre que la de su obsesión.
Escribió una carta semanal durante media
vida. «A veces no se me ocurría qué decir -me dijo muerta de risa-, pero me
bastaba con saber que él las estaba recibiendo.» Al principio fueron esquelas
de compromiso, después fueron papelitos de amante furtiva, billetes perfumados
de novia fugaz, memoriales de negocios, documentos de amor, y por último fueron
las cartas indignas de una esposa abandonada que se inventaba enfermedades
crueles para obligarlo a volver. Una noche de buen humor se le derramó el
tintero sobre la carta terminada, y en vez de romperla le agregó una posdata:
«En prueba de mi amor te envío mis lágrimas». En ocasiones, cansada de llorar,
se burlaba de su propia locura. Seis veces cambiaron la empleada del correo, y
seis veces consiguió su complicidad. Lo único que no se le ocurrió fue
renunciar. Sin embargo, él parecía insensible a su delirio: era como escribirle
a nadie.
Una madrugada de vientos, por el año
décimo, la despertó la certidumbre de que él estaba desnudo en su cama. Le
escribió entonces una carta febril de veinte pliegos en la que soltó sin pudor
las verdades amargas que llevaba podridas en el corazón desde su noche funesta.
Le habló de las lacras eternas que él había dejado en su cuerpo, de la sal de
su lengua, de la trilla de fuego de su verga africana. Se la entregó a la
empleada del correo, que iba los viernes en la tarde a bordar con ella para
llevarse las cartas, y se quedó convencida de que aquel desahogo terminal sería
el último de su agonía. Pero no hubo respuesta. A partir de entonces ya no era
consciente de lo que escribía, ni a quién le escribía a ciencia cierta, pero
siguió escribiendo sin cuartel durante diecisiete años.
Un medio día de agosto, mientras bordaba
con sus amigas, sintió que alguien llegaba a la puerta. No tuvo que mirar para
saber quién era. «Estaba gordo y se le empezaba a caer el pelo, y ya necesitaba
espejuelos para ver de cerca -me dijo-. ¡Pero era él, carajo, era él!» Se
asustó, porque sabía que él la estaba viendo tan disminuida como ella lo estaba
viendo a él, y no creía que tuviera dentro tanto amor como ella para
soportarlo. Tenía la camisa empapada de sudor, como lo había visto la primera
vez en la feria, y llevaba la misma correa y las mismas alforjas de cuero
descosido con adornos de plata. Bayardo San Román dio un paso adelante, sin
ocuparse de las otras bordadoras atónitas, y puso las alforjas en la máquina de
coser.
-Bueno -dijo-, aquí estoy.
Llevaba la maleta de la ropa para
quedarse, y otra maleta igual con casi dos mil cartas que ella le había
escrito. Estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos con cintas de colores,
y todas sin abrir.
De Crónica de una muerte anunciada
FEDERICO
GARCÍA LORCA
Bernarda:
Quietas,
quietas. ¡Qué pobreza la mía no poder tener un rayo entre los dedos!
Martirio: (Señalando a Adela.) ¡Estaba con él! ¡Mira esas enaguas llenas de paja de trigo!
Bernarda: ¡Esa es la cama de las mal nacidas! (Se dirige furiosa hacia Adela.)
Adela: (Haciéndole frente.) ¡Aquí se acabaron las voces de presidio! (Adela arrebata el bastón a su madre y lo parte en dos.) Esto hago yo con la vara de la dominadora. No dé usted un paso más. ¡En mí no manda nadie más que Pepe!
(Sale
Magdalena.)
Magdalena: ¡Adela!
(Salen la Poncia y Angustias.)
Adela: Yo soy su mujer. (A Angustias.) Entérate tú y ve al corral a decírselo. Él dominará toda esta casa. Ahí fuera está, respirando como si fuera un león.
Angustias: ¡Dios mío!
Magdalena: ¡Adela!
(Salen la Poncia y Angustias.)
Adela: Yo soy su mujer. (A Angustias.) Entérate tú y ve al corral a decírselo. Él dominará toda esta casa. Ahí fuera está, respirando como si fuera un león.
Angustias: ¡Dios mío!
Bernarda: ¡La escopeta! ¿Dónde
está la escopeta? (Sale corriendo.)
(Aparece Amelia por el fondo, que mira aterrada con la cabeza sobre la pared. Sale detrás Martirio.)
Adela: ¡Nadie podrá conmigo! (Va a salir.)
Angustias: (Sujetándola.) De aquí no sales tú con tu cuerpo en triunfo, ¡ladrona!, ¡deshonra de nuestra casa!
Magdalena: ¡Déjala que se vaya donde no la veamos nunca más!
(Suena un disparo.)
Bernarda: (Entrando.) Atrévete a buscarlo ahora.
Martirio: (Entrando.) Se acabó Pepe el Romano.
Adela: ¡Pepe! ¡Dios mío! ¡Pepe! (Sale corriendo.)
Poncia: ¿Pero lo habéis matado?
Martirio: ¡No! ¡Salió corriendo en la jaca!
Bernarda: Fue culpa mía. Una mujer no sabe apuntar.
Magdalena: ¿Por qué lo has dicho entonces?
Martirio: ¡Por ella! ¡Hubiera volcado un río de sangre sobre su cabeza!
Poncia: Maldita.
Magdalena: ¡Endemoniada!
Bernarda: Aunque es mejor así. (Se oye como un golpe.) ¡Adela! ¡Adela!
Poncia: (En la puerta.) ¡Abre!
Bernarda: Abre. No creas que los muros defienden de la vergüenza.
Criada: (Entrando.) ¡Se han levantado los vecinos!
Bernarda: (En voz baja como un rugido.) ¡Abre, porque echaré abajo la puerta! (Pausa. Todo queda en silencio.) ¡Adela! (Se retira de la puerta.) ¡Trae un martillo! (La Poncia da un empujón y entra. Al entrar da un grito y sale.) ¿Qué?
Poncia: (Se lleva las manos al cuello.) ¡Nunca tengamos ese fin!
(Las hermanas se echan hacia atrás. La Criada se santigua. Bernarda da un grito y avanza.)
Poncia: ¡No entres!
Bernarda: No. ¡Yo no! Pepe: irás corriendo vivo por lo oscuro de las alamedas, pero otro día caerás. ¡Descolgarla! ¡Mi hija ha muerto virgen! Llevadla a su cuarto y vestirla como si fuera doncella. ¡Nadie dirá nada! ¡Ella ha muerto virgen! Avisad que al amanecer den dos clamores las campanas.
Martirio: Dichosa ella mil veces que lo pudo tener.
Bernarda: Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! (A otra hija.) ¡A callar he dicho! (A otra hija.) Las lágrimas cuando estés sola. ¡Nos hundiremos todas en un mar de luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? Silencio, silencio he dicho. ¡Silencio!
(Aparece Amelia por el fondo, que mira aterrada con la cabeza sobre la pared. Sale detrás Martirio.)
Adela: ¡Nadie podrá conmigo! (Va a salir.)
Angustias: (Sujetándola.) De aquí no sales tú con tu cuerpo en triunfo, ¡ladrona!, ¡deshonra de nuestra casa!
Magdalena: ¡Déjala que se vaya donde no la veamos nunca más!
(Suena un disparo.)
Bernarda: (Entrando.) Atrévete a buscarlo ahora.
Martirio: (Entrando.) Se acabó Pepe el Romano.
Adela: ¡Pepe! ¡Dios mío! ¡Pepe! (Sale corriendo.)
Poncia: ¿Pero lo habéis matado?
Martirio: ¡No! ¡Salió corriendo en la jaca!
Bernarda: Fue culpa mía. Una mujer no sabe apuntar.
Magdalena: ¿Por qué lo has dicho entonces?
Martirio: ¡Por ella! ¡Hubiera volcado un río de sangre sobre su cabeza!
Poncia: Maldita.
Magdalena: ¡Endemoniada!
Bernarda: Aunque es mejor así. (Se oye como un golpe.) ¡Adela! ¡Adela!
Poncia: (En la puerta.) ¡Abre!
Bernarda: Abre. No creas que los muros defienden de la vergüenza.
Criada: (Entrando.) ¡Se han levantado los vecinos!
Bernarda: (En voz baja como un rugido.) ¡Abre, porque echaré abajo la puerta! (Pausa. Todo queda en silencio.) ¡Adela! (Se retira de la puerta.) ¡Trae un martillo! (La Poncia da un empujón y entra. Al entrar da un grito y sale.) ¿Qué?
Poncia: (Se lleva las manos al cuello.) ¡Nunca tengamos ese fin!
(Las hermanas se echan hacia atrás. La Criada se santigua. Bernarda da un grito y avanza.)
Poncia: ¡No entres!
Bernarda: No. ¡Yo no! Pepe: irás corriendo vivo por lo oscuro de las alamedas, pero otro día caerás. ¡Descolgarla! ¡Mi hija ha muerto virgen! Llevadla a su cuarto y vestirla como si fuera doncella. ¡Nadie dirá nada! ¡Ella ha muerto virgen! Avisad que al amanecer den dos clamores las campanas.
Martirio: Dichosa ella mil veces que lo pudo tener.
Bernarda: Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! (A otra hija.) ¡A callar he dicho! (A otra hija.) Las lágrimas cuando estés sola. ¡Nos hundiremos todas en un mar de luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? Silencio, silencio he dicho. ¡Silencio!
De La
casa de Bernarda Alba
ANTONIO BUERO VALLEJO
FERNANDO, HIJO.- ¡Carmina! (Aunque esperaba su presencia, ella no puede
reprimir un suspiro de susto. Se miran un momento y en seguida ella baja
corriendo y se arroja en sus brazos) ¡Carmina!...
CARMINA, HIJA.- ¡Fernando! Ya ves… Ya ves
que no puede ser.
FERNANDO, HIJO.- ¡Sí puede ser! No te dejes vencer por su sordidez. ¿Qué puede haber de
común entre ellos y nosotros? ¡Nada! Ellos son viejos y torpes. No comprenden…
Yo lucharé para vencer. Lucharé por ti y por mí. Pero tienes que ayudarme, Carmina.
Tienes que confiar en mí y en nuestro cariño.
CARMINA, HIJA.- ¡No podré!
FERNANDO, HIJO.- Podrás. Podrás… porque yo te lo pido. Tenemos
que ser más fuertes que nuestros padres. Ellos se han dejado vencer por la
vida. Han pasado treinta años subiendo y bajando esta escalera… Haciéndose cada
día más mezquinos y más vulgares. Pero nosotros no nos dejaremos vencer por este ambiente. ¡No! Porque nos marcharemos de
aquí. Nos apoyaremos el uno en el otro. Me ayudarás a subir, a dejar para siempre esta casa miserable,
estas broncas constantes, estas estrecheces. Me ayudarás, ¿verdad? Dime que sí, por favor.
¡Dímelo!
CARMINA, HIJA.- ¡Te necesito, Fernando! ¡No
me dejes!
FERNANDO, HIJO.- ¡Pequeña! (Quedan un momento abrazados. Después, él la
lleva al primer escalón y la sienta junto a la pared, sentándose a su lado. Se
cogen las manos y se miran arrobados). Carmina, voy a empezar enseguida a trabajar por ti.
¡Tengo muchos proyectos! (Carmina, la
madre, sale de su casa con expresión inquieta y los divisa, entre disgustada y
angustiada. Ellos no se dan cuenta).Saldré de aquí. Dejaré a mis padres. No
los quiero. Y te salvaré a ti. Vendrás conmigo. Abandonaremos este nido de
rencores y brutalidad.
CARMINA,
HIJA.- ¡Fernando!
(Fernando,
el padre, que sube la escalera, se detiene, estupefacto, al entrar en escena)
FERNANDO, HIJO.- Sí, Carmina. Aquí
solo hay brutalidad e incomprensión para nosotros. Escúchame. Si tu cariño no
me falta, emprenderé muchas cosas. Primero me haré aparejador. ¡No es difícil! En unos años me haré un
buen aparejador. Ganaré mucho dinero y me solicitarán todas
las empresas constructoras. Para entonces ya estaremos casados… Tendremos nuestro
hogar, alegre y limpio…, lejos de aquí. Pero no dejaré
de estudiar por eso. ¡No, no, Carmina! Entonces me haré
ingeniero. Seré
el mejor ingeniero del país y tú serás mi adorada
mujercita…
CARMINA, HIJA.- ¡Fernando! ¡Qué felicidad!…
¡Qué felicidad!
FERNANDO,
HIJO.- ¡Carmina!
(Se
contemplan extasiados, próximos a besarse. Los padres se miran y vuelven a
observarlos. Se miran de nuevo, largamente. Sus miradas, cargadas de una
infinita melancolía, se cruzan sobre el hueco de la escalera sin rozar el grupo
ilusionado de los hijos)
De Historia
de una escalera
JOSEFINA DE LA TORRE
Me busco y no me encuentro.
Rondo por las oscuras paredes de mí misma,
interrogo al silencio y a este torpe vacío
y no acierto en el eco de mis incertidumbres.
No me encuentro a mí misma.
Y ahora voy como dormida en las tinieblas,
tanteando la noche de todas las esquinas.
Y no pude ser tierra, ni esencia, ni armonía,
que son fruto, sonido, creación, universo.
No este desalentado y lento desgranarse
que convierte en preguntas todo cuanto es herida.
Y rondo por las sordas paredes de mí misma
esperando el momento de descubrir mi sombra.
Rondo por las oscuras paredes de mí misma,
interrogo al silencio y a este torpe vacío
y no acierto en el eco de mis incertidumbres.
No me encuentro a mí misma.
Y ahora voy como dormida en las tinieblas,
tanteando la noche de todas las esquinas.
Y no pude ser tierra, ni esencia, ni armonía,
que son fruto, sonido, creación, universo.
No este desalentado y lento desgranarse
que convierte en preguntas todo cuanto es herida.
Y rondo por las sordas paredes de mí misma
esperando el momento de descubrir mi sombra.
De Marzo incompleto
PEDRO GARCÍA CABRERA
Un día habrá
una isla
que no sea
silencio amordazado.
Que me
entierren en ella,
donde mi
libertad dé sus rumores
a todos los
que pisen sus orillas.
Solo no
estoy. Están conmigo siempre
horizontes y
manos de esperanza,
aquellos que
no cesan
de mirarse
la cara en sus heridas,
aquellos que
no pierden
el corazón y
el rumbo en las tormentas,
los que
lloran de rabia
y se tragan
el tiempo en carne viva.
Y cuando mis
palabras se liberen
del combate
en que muero y en que vivo,
la alegría
del mar le pido a todos
cuantos
partan su pan en esta isla
que no sea
silencio amordazado.
De Las
islas en que vivo
PEDRO
LEZCANO
La
Chabola
Cuando anochece igual que hoy
sobre la playa, después de haber sacado la red, toda la arena queda sembrada de
estrellas marinas color sangre, que durante la noche conservan su brillo y,
como sus hermanas celestes, palidecerán quemadas por el sol de la mañana.
La chabola de Juan el
chinchorrero está enclavada sobre la arena, en medio de las estrellas. Una sola
pared de piedra seca sostiene la armazón; las otras tres paredes las componen
multicolores hojalatas y tabla de cajones en las que aún pueden leerse impresas
misteriosas palabras en múltiples idiomas. Por eso Juan, que tiene buen humor y
sabe leer los periódicos, suele llamar la Onu a su chabola.
- Que
Pepa esta madrugada vaya a poner en cola las latas del agua, porque luego se
amontona mucha gente. Que Justo no se olvide de ordeñar para el crío. Que
Isabela no se vaya al almacén sin limpiar a abuela…
María, la madre, repartiendo
órdenes monótonas, anima el fuelle de la cocina, cuyo rezongo azul convoca a la
familia al olor del pescado. Una luz de carburo zumba en el techo. Berrea sin
cesar el hijo más pequeño, colgado de un retazo de red vieja. Al fondo de la
choza, Juanitita, la abuela, ocupa el único colchón aislado con un plástico de
invernadero, para que la humedad perpetua de la vieja no llegue hasta los
niños.
-
¿Te
vas a callar, condenado?
Ya a medio morir, Juanitita la
abuela, sólo abre los ojos tres veces al día para beber café. Pero como una
resaca pequeña y familiar, se le oye a todas horas quién sabe qué rezados.
A Juanitita la llamaban
Juanona cuando niña, Juana siendo mujer hermosa, Juanita al enviudar ya entrada
en años, y ahora, apenas hilvanada ya a este mundo, la llaman Juanitita, como
si su nombre, menguante año tras año, no fuese el de ella misma, sino el de su
futuro cada vez más chico.
- Juan, deberías pasarte por el tinglado de los
americanos, por si consigues otra plancha para el techo, que el relente gotea
en las mantas.
Pero no hay demasiada humedad
en la chabola de Juan el chinchorrero; sólo en las altas mareas del Pino rezuma
la sal mojada al caminar. Por suerte en esas fechas aún suele hacer calor.
- Hoy los americanos han echado otro cohete, y dicen que
nos pasará por arriba esta noche.
María saca de la cazuela el
pescado, que de puro fresco se revira oloroso sobre las papas nuevas.
- No comprendo cómo se privan con un volador que ni hace
chispas ni mete ruido.
Juan deja apagar, para
después, su virginio. Se reparte la cena, mientras María amasa gofio y caldo
con una vara verde. De pronto, afuera ladra un perro, y unas pisadas llegan de
los sonoros guijarros hasta la silenciosa arena. Alguien se ha detenido en el
umbral, y una mano desconocida aparta la cortina de lona de la entrada. Bajo el
dintel se encorva un señor rubio y elegante, que con extraño acento, dice a la
familia:
- Rogamos desconecten televisión, nevera y
electrodomésticos hasta mañana, para no interferencias al paso del satélite.
Gracias.
Dicho lo cual y como un ánima,
el visitante desaparece.
-¿Cuálo dijo que hiciéramos? –susurra al cabo María.
- Ha de ser este crío llorón que despierta a todo el
mundo. Como no lo callemos, acabarán echándonos de aquí.
Y esta cena no tiene
sobremesa. Cañazo al niño, soplo al carburo, y un asustado arrebujar de mantas
en la penumbra lunar de la chabola de Juan el chinchorrero.
De Cuentos
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