sábado, 5 de febrero de 2011

Literatura: El niño con el pijama de rayas

Fragmento de Vida V. El Niño con el Pijama de Rayas.
 
Resumen general:
En esta obra, John Boyne nos narra la historia de Bruno y la inocencia de este niño, que juega con otro niño de origen judío sin importarle esa condición. Lo que no sabe Bruno es que su padre es uno de los generales de confianza del Furias, o sea, Hitler y, además, está encargado de uno de los campos de concentración. Trágicamente, el destino le jugará una mala pasada al padre de este, ya que su hijo se aventurará con el niño judío en el campo de concentración y acabará exterminado como los judíos que extermina su padre.




Enlace: http://gremiodemagos.wordpress.com/2008/04/24/fragmento-de-vida-iv-el-nino-con-el-pijama-de-rayas/

4

Lo que vieron por la ventana.
Para empezar, no eran niños. Al menos no todos. Había niños pequeños y niños mayores, pero también padres y abuelos. Quizá también algunos tíos. Y unas cuantas personas de las que viven en las calles y que parecen no tener familia.
- ¿Quiénes son? – preguntó Gretel, tan boquiabierta como solía quedarse su hermano últimamente -. ¿Qué clase de sitio es ése?

- No estoy seguro – dijo Bruno, sin faltar a la verdad -. Pero no es tan bonito como Berlín, eso sí lo sé.

- ¿Y dónde están las niñas? ¿Y las madres? ¿Y las abuelas?

- A lo mejor viven en otra zona.

Gretel no quería seguir mirando, pero le resultaba muy difícil apartar la mirada. Hasta entonces, lo único que había visto era el bosque hacia el que estaba orientada su ventana; parecía un poco oscuro, pero quizá más allá hubiera algún claro donde hacer meriendas campestres. Sin embargo, desde aquel lado de la casa el panorama era muy diferente.

A primera vista no estaba tan mal. Justo debajo de la ventana de Bruno había un jardín bastante grande y lleno de flores en pulcros y ordenados arribates. Parecían muy bien cuidado por alguien que hubiera comprendido que plantar flores en un sitio como aquél era una buena idea, como lo habría sido, durante una oscura noche de invierno, encender una velita en el rincón de un lúgubre castillo situado en medio de un brumoso páramo.

Más allá de las flores había un bonito adoquinado con un banco de madera, donde Gretel se imaginó sentada al sol leyendo un libro. En el respaldo del banco se veía una placa, pero desde aquella distancia no logró leer la inscripción. El asiento estaba orientado hacia la casa, lo cual podía resultar un poco extraño, pero dadas las circunstancias la niña lo entendió.

Unos seis metros más allá del jardín y las flores y el banco con la placa, todo cambiaba: paralela a la casa dicurría una enorme alambrada, con la parte superior inclinada hacia dentro, que se extendía en ambas direcciones hasta más allá de donde alcanzaba la vista. Era una alambrada muy alta, incluso más que la casa donde se hallaban los niños, y estaba sostenida por gruesos postes de madera, como los de telégrafos, repartidos a intervalos. En lo alto, gruesos rollos de alambre de espino enredados formaban espirales. Gretel sintió un escalofrío al ver las afiladas púas.

Detrás de la alambrada no crecía hierba; de hecho, a lo lejos no se veía ningún tipo de vegetación. El suelo parecía de arena, y Gretel sólo vio pequeñas cabañas y grandes edificios cuadrados, separados entre ellos, y una o dos columnas de humo a lo lejos. Abrió la boca para decir algo, pero no encontró palabras para expresar su sorpresa, así que hizo lo único sensato que se le ocurrió: volver a cerrarla.

- ¿Lo ves? – dijo Bruno a su espalda. Estaba satisfecho de sí mismo porque, fuera lo que fuese aquello que se veía y fueran quienes fuesen aquellas personas, él lo había visto primero y podría verlo siempre que quisiera, puesto que se veía desde su ventana y no desde la de Gretel. Por tanto, todo aquello le pertenecía: él era el rey de todo lo que contemplaban y ella su humilde súbdita.

- No lo entiendo – admitió Gretel -. ¿A quién se le ocurriría construir un sitio tan horrible?

- ¿Verdad que es horrible? Me parece que esas casuchas sólo tienen una planta. Mira qué bajas son.

- Deben de ser casas modernas – sugirió su hermana -. Padre odia las cosas modernas.

- Entonces no creo que le gusten.

- No – dijo Gretel, y siguió contemplándolas.

Tenía doce años y se la consideraba una de las niñas más inteligentes de su clase, así que apretó los labios, entornó los ojos y se exprimió el cerebro para comprender qué era aquello.

- Esto debe ser el campo – concluó al fin, volviéndose a mirar a su hermano con expresión de triunfo.

- ¿El campo?

- Sí, es la única explicación, ¿no te das cuenta? Cuando estamos en casa, en Berlín, estamos en la ciudad. Por eso hay tanta gente y tantas casas, y tantas escuelas llenas de niños, y no puedes caminar por el centro de la ciudad un sábado por la tarde sin que la multitud te empuje.

- Ya… – asintió Bruno, intentando seguir el razonamiento.

- Pero en clase de Geografía nos enseñaron que en el campo, donde están los granjeros y los animales, y donde se cultivan los alimentos, hay zonas inmensas como ésta donde vive y trabaja la gente que envía a la ciudad todo lo que nosotros comemos.

- Miró de nuevo por la ventana y contempló la gran extensión que se abría ante ella, fijándose en las distancias que había entre las cabañas -. Sí, debe de ser eso. Es el campo. A lo mejor ésta es nuestra casa de veraneo – añadió esperanzada.

Bruno reflexionó y negó con la cabeza.

- No lo creo – dijo con convicción.

- Tienes nueve años – replicó Gretel -. ¿Qué sabrás tú? Cuando tengas mi edad entenderás mucho mejor estas cosas.

Bruno sabía que era más pequeño, pero no estaba de acuerdo en que eso le impidiera tener razón.

- Pero si eso es el campo, como dices, ¿dónde están todos esos animales de los que hablas?
Gretel abrió la boca para replicar, pero no se le ocurrió ninguna respuesta adecuada, así que miró de nuevo y escudriñó el terreno en busca de los animales. No los había por ninguna parte.

- Si fuera una granja, habría vacas, cerdos, ovejas y caballos – dijo Bruno -. Y gallinas y patos.

- Pues no hay ninguno – admitió Gretel en voz baja.

- Y si aquí cultivaran alimentos, como has dicho – continuó Bruno, disfrutando de lo lindo -, la tierra tendría mejor aspecto, ¿no crees? No me parece que se pueda cultivar nada en una tierra tan árida.
Gretel volvió a mirar y asintió con la cabeza; no era tan tonta como para empeñarse en tener razón cuando era evidente que no la tenía.

- A lo mejor resutla que no es ninguna granja – dijo.

- No lo es – confirmó Bruno.

- Y eso significa que esto no es el campo – añadió ella.

- No, creo que no lo es.

- Y eso también significa que seguramente ésta no es nuestra casa de veraneo – concluyó Gretel.

- Me parece que no.

Bruno se sentó en la cama y por un instante sintió ganas de que Gretel se sentara a su lado, lo abrazara y le asegurara que todo saldría bien y que al final aquello acabaría gustándoles tanto que ya no querrían regresar a Berlín. Pero ella seguía mirando por la ventana, y esta vez no contemplaba las flores ni el adoquinado ni el banco con la placa ni la alta alambrada ni los postes de madera ni el alambre de espino ni la tierra reseca que había detrás ni las cabañas ni los pequeños edificios ni las columnas de humo: estaba mirando a la gente.

- ¿Quiénes son todas esas personas? – preguntó con un hilo de voz, como si pensara en voz alta -. ¿Y qué hacen allí?

Bruno se levantó y por primera vez ambos miraron juntos por la ventana, pegados el uno al otro, contemplando loq ue pasaba más allá de aquella alambrada a menos de quince metros de su nuevo hogar.
Allá donde mirasen veían individuos que iban de un lado a otro; los había altos, bajos, viejos y jóvenes. Unos estaban de pie, inmóviles, formando grupos, con los brazos pegados a los costados, intentando mantener la cabeza erguida, mientras un soldado pasaba ante ellos gesticulando con la boca muy deprisa, como si les gritara algo. Algunos formaban una especie de cadena de presos y empujaban carretillas a través del campo; salían de un sitio que quedaba fuera del alcance de la vista y llevaban sus carretillas detrás de una cabaña, donde desaparecían nuevamente. Unos cuantos estaban cerca de las cabañas formando grupos, con la vista clavada en el suelo como si jugaran a pasar inadvertidos. Otros caminaban con muletas y muchos llevaban vendajes en la cabeza. Algunos cargaban palas y eran conducidos por soldados hacia un sitio que
quedaba oculto.

Bruno y Gretel vieron a cientos de personas, pero había tantas cabañas y el campo se extendía hasta tan lejos, más allá de donde alcanzaba la vista, que daba la impresión de que debía de haber miles.

- Y qué cerca de nosotros viven – comentó Gretel frunciendo el ceño -. En Berlín, en nuestra tranquila y bonita calle, sólo había seis casas. Y mira cuántas hay aquí. ¿Cómo se le ocurriría a Padre aceptar un empleo en un sitio tan horrible y con tantos vecinos? No tiene sentido.

- Mira allí – dijo Bruno.

Gretel siguió la dirección que señalaba el dedo de su hermano y vio salir de una lejana cabaña a un grupo de niños y a unos soldados que les gritaban. Cuanto más les gritaban, más se amontonaban los niños, pero entonces un soldado se abalanzó sobre ellos y los niños se separaron e hicieron lo que al parecer les ordenaban, que era ponerse en fila india. Cuando lo hicieron, los soldados se echaron a reír y aplaudieron.

- Deben de estar ensayando algo – sugirió Gretel, sin tener en cuenta que al parecer algunos niños, incluso mayores, incluso los que tenían la misma edad que ella, estaban llorando.

- Ya te decía yo que aquí había niños – dijo Bruno.

- Pero no son la clase de niños con los que yo quiero jugar. Mira qué sucios están. Hilda, Isobel y Louise se bañan todas las mañanas, como yo. Estos niños parece que no se hayan bañado en la vida.

- Sí, está todo muy sucio. A lo mejor es que no tienen cuartos de baño.

- No seas estúpido – le espetó Gretel, pese a que le habían dicho muchas veces que no debía llamar estúpido a su hermano -. ¿Cómo no van a tener cuartos de baño?

- No lo sé – dijo Bruno -. A lo mejor es que no hay agua caliente.
Gretel siguió mirando unos momentos más; luego se estremeció y se dio la vuelta.

- Me voy a mi habitación a ordenar mis muñecas – anunció -. La vista es más bonita desde allí.

Y echó a andar, cruzó el pasillo, entró en su dormitorio y cerró la puerta, aunque no se puso a ordenar las muñecas enseguida. Se sentó en la cama y empezaron a pasarle muchas cosas por la cabeza.
Su hermano se acercó a la ventana y, mientras contemplaba a aquellos cientos de personas que trajinaban o deambulaban a lo lejos, reparó en que todos – los niños pequeños, los niños no tan pequeños, los padres, los abuelos, los tíos, los hombres que vivían en las calles y que no parecían tener familia – llevaban la misma ropa: un pijama gris de rayas y una gorra gris de rayas.

- Qué curioso – murmuró, y se apartó de la ventana.

Capítulo 4, El Niño con el Pijama de Rayas.


de, John Boyne.


Describe qué ven Bruno y su hermana Cretel

Por qué crees que la gente que está al otro lado de la alambrada llevan un pijama de rayas


Investiga sobre el libro e indica a qué acontecimiento histórico se refiere John Boyne. Además debes citar las páginas web de dónde sacaste la información, poniendo la fecha y la hora de consulta. 

 
 

jueves, 3 de febrero de 2011

Literatura: Cinco semanas en globo

Julio Verne

Cinco semanas en globo



XLI
Las proximidades del Senegal. - El Victoria continúa

bajando. - Se sigue echando lastre sin parar. - El

morabito Al-Hadjí. - Los señores Pascal, Vincent y

Lambert. - Un rival de Mahoma. - Las montañas

difíciles. - Las armas de Kennedy. - Una maniobra de

Joe. - Alto sobre un bosque

El 27 de mayo, hacia las nueve de la mañana, el terreno se presentó bajo un nuevo aspecto. Las extensas pendientes se transformaban en colinas que hacían presagiar montanas próximas. Había que traspasar la cordillera que separa la cuenca del Níger de la del Senegal y determina la dirección de las aguas, o bien al golfo de Guinea, o bien a la bahía de Cabo Verde.

Aquella parte de África, hasta el Senegal, es peligrosa. El doctor Fergusson lo sabía por las narraciones de sus predecesores, que habían sufrido mil privaciones y arrostrado mil peligros entre aquellos negros bárbaros. Aquel clima funesto acabó con la mayor parte de los compañeros de Mungo-Park. Fergusson estaba, pues, más decidido que nunca a no poner los pies en aquella comarca inhospitalaria.
Pero no tuvo un momento de sosiego. El Victoria bajaba sensiblemente, y fue preciso arrojar multitud de objetos más o menos útiles, sobre todo en el momento de salvar el pico o cresta de un cerro. Y así anduvieron por espacio de más de ciento veinte millas, sin parar de subir y bajar; el globo, nuevo peñasco de Sísifo, descendía incesantemente; las formas del aeróstato, poco hinchado, se alargaban, y el viento formaba bolsas en sus paredes.
Kennedy no pudo evitar comentario.
-¿Tiene el globo alguna fisura? -preguntó.
-No -respondió el doctor-; pero sin duda, con el calor, la gutapercha se ha reblandecido o derretido, y el hidrógeno se escapa por el tejido del tafetán.
-¿Y cómo impedir que se escape?
-De ninguna manera. No podemos hacer más que aligerar peso; arrojemos fuera de la barquilla cuanto podamos arrojar.
-Pero ¿qué hemos de arrojar? -preguntó el cazador, recorriendo con su mirada la barquilla, ya muy desprovista.
-Desprendámonos de la tienda que pesa bastante.
Joe, que era a quien incumbía esta orden, subió encima del círculo que reunía las cuerdas de la red y desde allí pudo fácilmente desatar las gruesas cortinas de las tiendas y echarlas abajo.
-Esto hará feliz a una tribu entera de negros -dijo-. Hay aquí tela para vestir a mil indígenas, pues ya se sabe cuán ahorrativos son en materia de trajes.
El globo se había elevado algo, pero enseguida resultó evidente que no perdía su tendencia a descender.
-Bajemos -dijo Kennedy- y veamos qué se puede hacer con la envoltura.
-Te lo repito, Dick, aquí no hay medio de repararla.
-¿Cómo nos las arreglaremos, pues?
-Sacrificaremos todo lo que no sea absolutamente indispensable. Quiero evitar a toda costa un alto en estos sitios. Los bosques sobre los cuales pasamos en este momento, tocando casi la copa de los árboles, no tienen nada de seguros.
-¿Hay leones? ¿Hay hienas? -preguntó Joe con desprecio.
-Hay algo peor, Joe: hombres, y de los más crueles que viven en África.
-¿Cómo se sabe?
-Por los viajeros que nos han precedido. Además, los franceses, que ocupan la colonia de Senegal, han tenido necesariamente que ponerse en relación con las tribus circundantes; bajo el mando del coronel Faldherbe, se han practicado reconocimientos tierra adentro, y los señores Pascal, Vincent y Lambert han traído de sus expediciones documentos preciosos. Han explorado estas comarcas formadas por el recodo del Senegal, en las cuales la guerra y el saqueo no han dejado más que ruinas.
-Pero algún origen tendrá esta guerra devastadora -dijo el cazador.
-Sí, lo tiene. En 1854 un morabito del Futa senegalés, Al-Hadjí, declarándose inspirado como Mahoma, incitó a todas las tribus a la guerra contra los infieles, es decir, contra los europeos. Llevó la destrucción y la ruina entre el río Senegal y su afluente el Falemé. Tres hordas de fanáticos capitaneados por él recorrieron el país matando y saqueando, sin que se librase de su furor ni una sola aldea, ni una sola cabaña. Invadieron luego el valle del Níger, hasta la ciudad de Sego, que estuvo mucho tiempo amenazada. En 1857 se dirigieron mas al norte y atacaron el fuerte de Medina, construido por los franceses en las márgenes del río. Aquel establecimiento fue heroicamente defendido por Paúl Holl, el cual resistió varios meses sin víveres y casi sin municiones, hasta que llegó en su auxilio el coronel Faidherbe. Al-Hadji y sus hordas volvieron entonces a pasar el Senegal y regresaron al territorio de Kaarta, donde continuaron sus rapiñas y asesinatos. Pues bien, estas comarcas en las que nos hallamos son precisamente la guarida donde se han refugiado los bandidos, y os aseguro que no sería nada conveniente caer en sus manos.
-No caeremos -dijo Joe-, aunque para elevar el Victoria tengamos que sacrificar hasta nuestros zapatos.
-No estamos lejos del río -dijo el doctor-; pero me temo que nuestro globo no podrá llevarnos más allá.
-Lleguemos a la orilla -replicó el cazador- y eso habremos ganado.
-Es precisamente lo que intentamos hacer -dijo el doctor-. Pero me inquieta una cosa.
-¿ Cuál?
-Tendremos que salvar montañas, y resultará muy difícil, ya que no puedo aumentar la fuerza ascensional del aeróstato ni siquiera, produciendo el mayor calor posible.
-Aguardemos a ver qué ocurre -dijo Kennedy.
-¡Pobre Victoria! -exclamó Joe-. Le he tomado el mismo cariño que un marino a su buque, y me separaré de él con pesar. Ya sé que no es lo que era cuando emprendimos el viaje, pero, aun así, no debemos criticarlo. Nos ha prestado grandes servicios, y me romperá el corazón abandonarlo.
-Tranquilízate, Joe; si lo abandonamos, será a pesar nuestro. Nos servirá hasta que se halle extenuado. Sólo le pido que se mantenga otras veinticuatro horas.
-Se agota -dijo Joe, contemplándolo-, flaquea, se le va la vida. ¡Pobre globo!
-Si no me equivoco -intervino Kennedy-, tenemos en el horizonte las montañas de que hablabas, Samuel.
-En efecto -dijo el doctor, después de examinarlas con su anteojo-. Muy altas me parecen; mucho nos ha de costar atravesarlas.
-¿No las podríamos evitar?
-Me parece que no, Dick -dijo Fergusson-. ¿No ves el inmenso espacio que ocupan? ¡Casi la mitad del horizonte!
-Y diríase que nos cercan -añadió Joe-; avanzan por los dos extremos.
-Es absolutamente indispensable pasar por encima.
Aquellos obstáculos tan peligrosos parecían acercarse con extrema rapidez, o, mejor dicho, el viento que era muy fuerte, precipitaba al Victoria hacia los agudos picos. Era preciso elevarse a toda costa; de lo contrario, se estrellarían.
-Vaciemos la caja de agua -dijo Fergusson-. Conservemos tan sólo el líquido estrictamente necesario para un día.
-¡Ya está! -dijo Joe.
-¿Sube ahora el globo? -preguntó Kennedy.
-Algo, unos cincuenta pies -respondió el doctor, que no apartaba la vista del barómetro-. Pero no es suficiente.
Parecía, en efecto, que las altas cumbres salían al encuentro de los viajeros para precipitarse contra ellos. Éstos se hallaban muy lejos de dominarlas; todavía les faltaban más de quinientos pies. También arrojaron la provisión de agua del soplete, de la cual no se conservaron más que algunas pintas; pero todavía no fue suficiente.
-Y sin embargo, hemos de pasar -dijo el doctor.
-Echemos las cajas, ya que las hemos vaciado -dijo Kennedy.
-Echémoslas.
-¡Ya está! -gritó Joe-. ¡Qué triste es desaparecer trozo a trozo!
-¡Oye, Joe! ¡Guárdate de repetir el sacrificio del otro día! Suceda lo que suceda, júrame no separarte de nosotros.
-Tranquilícese, señor, no nos separaremos.
El Victoria había subido unas veinte toesas más, pero la cresta de la montaña seguía dominándolo. Era una cresta recta que terminaba en una verdadera muralla escarpada, y se hallaba aún más de doscientos pies encima de los viajeros.
«Dentro de diez minutos -se dijo el doctor-, nuestra barquilla se habrá estrellado contra las rocas si no logramos elevarnos lo suficiente.»
-¿Qué hacemos, señor? -preguntó Joe.
-Guarda sólo la provisión de pemmican y arroja toda la carne, que es lo que más pesa.
El globo se desprendió de otras cincuenta libras de peso y se elevó muy sensiblemente, lo que de nada le servía si no conseguía situarse sobre la línea de montañas. La situación era espantosa. El Victoria corría con una rapidez suma e iba a hacerse trizas. El choque no podía dejar de ser terrible.

El doctor registró la barquilla con la mirada.
Estaba prácticamente vacía.
-¡Por si acaso, Dick, disponte a sacrificar tus armas!
-¡Sacrificar mis armas! -respondió el cazador, conmovido.
-Amigo Dick, no te lo pediría si no fuese necesario.
-¡Samuel! ¡Samuel!
-¡Tus armas y tus municiones pueden costarnos la vida!
-¡Nos acercamos! -exclamó Joe-. ¡Nos acercamos!
¡Diez toesas! La montaña todavía superaba al Victoria en diez toesas.
Joe cogió las mantas y las tiró; y, sin decir una palabra a Kennedy, tiró también algunos paquetes de balas y perdigones.
El globo subió, traspasó la peligrosa cumbre, y los rayos del sol bañaron su polo superior. Pero la barquilla se hallaba aún a una altura algo inferior a la de los peñascos, contra los cuales iba inevitablemente a estrellarse.
-¡Kennedy! ¡Kennedy! -exclamó el doctor-. ¡Arroja tus armas o estamos perdidos!
-¡Aguarde, señor Dick! -dijo Joe-. ¡Aguarde un momento!
Y Kennedy, al volverse, le vio desaparecer fuera de la barquilla.
-¡Joe! ¡Joe! -gritó.
-¡Desgraciado! -exclamó el doctor.
En aquel punto la cresta de la montaña tenía unos trescientos pies de ancho, y por el otro lado la pendiente presentaba menos declive. La barquilla llegó justo al nivel de aquella meseta bastante lisa y se deslizó por un terreno compuesto de puntiagudos guijarros que rechinaban con el roce.
-¡Pasamos! ¡Pasamos! ¡Hemos pasado! -gritó una voz que hizo palpitar el corazón de Fergusson.
El intrépido muchacho se agarraba con las manos al borde inferior de la barquilla y corría por la cresta para aligerar al globo de la totalidad de su peso, viéndose obligado a sujetarlo con fuerza porque tendía a escapársele.
Cuando hubo llegado a la ladera opuesta y ante sus ojos se presentó el abismo, Joe, mediante un enérgico juego de muñecas, se levantó y, agarrándose de las cuerdas, subió al lado de sus compañeros.
-Nada más difícil que lo que acabo de hacer -dijo.
-¡Valiente Joe! ¡Amigo mío! -dijo el doctor con efusión.
-¡Oh! Lo que he hecho -respondió Joe- no ha sido por ustedes, sino por la carabina del señor Dick. Se lo debía desde el asunto del árabe y me gusta pagar mis deudas. Ahora estamos en paz -añadió, presentando al cazador su arma predilecta-. Me hubiera conmovido demasiado verle separarse de ella.
Kennedy le dio un vigoroso apretón de manos sin pronunciar una palabra.
El Victoria ya no tenía más que bajar, lo que le era fácil; muy pronto se encontró a doscientos pies del suelo y entonces recuperó el equilibrio. El terreno presentaba numerosos accidentes muy difíciles de evitar durante la noche con un globo que ya no obedecía. Estaba oscureciendo con gran rapidez y, pese a sus reticencias, el doctor tuvo que resignarse a hacer un alto hasta el día siguiente.
-Vamos a buscar un lugar favorable para detenernos -dijo.
-¡Ah! ¿Te decides al fin? -respondió Kennedy.
-Sí, he meditado detenidamente un proyecto que vamos a poner en práctica. No son más que las seis de la tarde; tendremos tiempo. Echa las anclas, Joe.

Joe obedeció, y las dos anclas quedaron colgando debajo de la barquilla.
-Distingo inmensos bosques -dijo el doctor-. Iremos por encima de las copas de sus árboles y nos agarraremos de alguna. Por nada de este mundo consentiría en pasar la noche en tierra.
-¿Podremos bajar? -preguntó Kennedy.
-¿Para qué? Os repito que sería peligroso separarnos. Además, reclamo vuestra ayuda para un trabajo difícil.
El Victoria, que rozaba la verde bóveda de inmensos bosques, no tardó en detenerse bruscamente; sus anclas habían quedado enganchadas. El viento cesó entrada ya la noche, y el globo permaneció casi inmóvil encima de un interminable campo de verdor formado por las copas de un bosque de sicomoros.

Indica qué tiene de característico el principio del texto

¿Para qué sirve el uso de los guiones?

¿Con qué otro género literario se relaciona ese uso?

Cuenta brevemente qué ocurre en este capítulo

¿Cómo se llaman los tres aventureros?

Deduce la personalidad de cada uno haciendo una etopeya y una prosopografía (descripción síquica y física)

miércoles, 2 de febrero de 2011

Literatura: Franz Kafka

Franz Kafka


La metamorfosis (fragmento)

Enlace: http://www.epdlp.com/escritor.php?id=1878; http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/la-profesin-en-los-personajes-de-kafka-0/html/

" Cuando Gregorio Samsa despertó aquella mañana, luego de un sueño agitado, se encontró en su cama convertido en un insecto monstruoso. Estaba echado sobre el quitinoso caparazón de su espalda, y al levantar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas durezas, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia. "

¿Qué le ocurre a Gregorio Samsa?


¿Qué crees que pensarán su padre, madre y hermana? ¿Y su jefe?

Busca en la literatura universal, qué otro escritor también tiene un libro titulado de la misma manera. Además debes realizar un resumen de ese libro y buscarlo en la Biblioteca Cervantes Virtual o en Dialnet