Fragmento de Vida V. El Niño con el Pijama de Rayas.
Resumen general:
En esta obra, John Boyne nos narra la historia de Bruno y la inocencia de este niño, que juega con otro niño de origen judío sin importarle esa condición. Lo que no sabe Bruno es que su padre es uno de los generales de confianza del Furias, o sea, Hitler y, además, está encargado de uno de los campos de concentración. Trágicamente, el destino le jugará una mala pasada al padre de este, ya que su hijo se aventurará con el niño judío en el campo de concentración y acabará exterminado como los judíos que extermina su padre.
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Lo que vieron por la ventana.
Para empezar, no eran niños. Al menos no todos. Había niños pequeños y niños mayores, pero también padres y abuelos. Quizá también algunos tíos. Y unas cuantas personas de las que viven en las calles y que parecen no tener familia.
- ¿Quiénes son? – preguntó Gretel, tan boquiabierta como solía quedarse su hermano últimamente -. ¿Qué clase de sitio es ése?
- No estoy seguro – dijo Bruno, sin faltar a la verdad -. Pero no es tan bonito como Berlín, eso sí lo sé.
- ¿Y dónde están las niñas? ¿Y las madres? ¿Y las abuelas?
- A lo mejor viven en otra zona.
Gretel no quería seguir mirando, pero le resultaba muy difícil apartar la mirada. Hasta entonces, lo único que había visto era el bosque hacia el que estaba orientada su ventana; parecía un poco oscuro, pero quizá más allá hubiera algún claro donde hacer meriendas campestres. Sin embargo, desde aquel lado de la casa el panorama era muy diferente.
A primera vista no estaba tan mal. Justo debajo de la ventana de Bruno había un jardín bastante grande y lleno de flores en pulcros y ordenados arribates. Parecían muy bien cuidado por alguien que hubiera comprendido que plantar flores en un sitio como aquél era una buena idea, como lo habría sido, durante una oscura noche de invierno, encender una velita en el rincón de un lúgubre castillo situado en medio de un brumoso páramo.
Más allá de las flores había un bonito adoquinado con un banco de madera, donde Gretel se imaginó sentada al sol leyendo un libro. En el respaldo del banco se veía una placa, pero desde aquella distancia no logró leer la inscripción. El asiento estaba orientado hacia la casa, lo cual podía resultar un poco extraño, pero dadas las circunstancias la niña lo entendió.
Unos seis metros más allá del jardín y las flores y el banco con la placa, todo cambiaba: paralela a la casa dicurría una enorme alambrada, con la parte superior inclinada hacia dentro, que se extendía en ambas direcciones hasta más allá de donde alcanzaba la vista. Era una alambrada muy alta, incluso más que la casa donde se hallaban los niños, y estaba sostenida por gruesos postes de madera, como los de telégrafos, repartidos a intervalos. En lo alto, gruesos rollos de alambre de espino enredados formaban espirales. Gretel sintió un escalofrío al ver las afiladas púas.
Detrás de la alambrada no crecía hierba; de hecho, a lo lejos no se veía ningún tipo de vegetación. El suelo parecía de arena, y Gretel sólo vio pequeñas cabañas y grandes edificios cuadrados, separados entre ellos, y una o dos columnas de humo a lo lejos. Abrió la boca para decir algo, pero no encontró palabras para expresar su sorpresa, así que hizo lo único sensato que se le ocurrió: volver a cerrarla.
- ¿Lo ves? – dijo Bruno a su espalda. Estaba satisfecho de sí mismo porque, fuera lo que fuese aquello que se veía y fueran quienes fuesen aquellas personas, él lo había visto primero y podría verlo siempre que quisiera, puesto que se veía desde su ventana y no desde la de Gretel. Por tanto, todo aquello le pertenecía: él era el rey de todo lo que contemplaban y ella su humilde súbdita.
- No lo entiendo – admitió Gretel -. ¿A quién se le ocurriría construir un sitio tan horrible?
- ¿Verdad que es horrible? Me parece que esas casuchas sólo tienen una planta. Mira qué bajas son.
- Deben de ser casas modernas – sugirió su hermana -. Padre odia las cosas modernas.
- Entonces no creo que le gusten.
- No – dijo Gretel, y siguió contemplándolas.
Tenía doce años y se la consideraba una de las niñas más inteligentes de su clase, así que apretó los labios, entornó los ojos y se exprimió el cerebro para comprender qué era aquello.
- Esto debe ser el campo – concluó al fin, volviéndose a mirar a su hermano con expresión de triunfo.
- ¿El campo?
- Sí, es la única explicación, ¿no te das cuenta? Cuando estamos en casa, en Berlín, estamos en la ciudad. Por eso hay tanta gente y tantas casas, y tantas escuelas llenas de niños, y no puedes caminar por el centro de la ciudad un sábado por la tarde sin que la multitud te empuje.
- Ya… – asintió Bruno, intentando seguir el razonamiento.
- Pero en clase de Geografía nos enseñaron que en el campo, donde están los granjeros y los animales, y donde se cultivan los alimentos, hay zonas inmensas como ésta donde vive y trabaja la gente que envía a la ciudad todo lo que nosotros comemos.
- Miró de nuevo por la ventana y contempló la gran extensión que se abría ante ella, fijándose en las distancias que había entre las cabañas -. Sí, debe de ser eso. Es el campo. A lo mejor ésta es nuestra casa de veraneo – añadió esperanzada.
Bruno reflexionó y negó con la cabeza.
- No lo creo – dijo con convicción.
- Tienes nueve años – replicó Gretel -. ¿Qué sabrás tú? Cuando tengas mi edad entenderás mucho mejor estas cosas.
Bruno sabía que era más pequeño, pero no estaba de acuerdo en que eso le impidiera tener razón.
- Pero si eso es el campo, como dices, ¿dónde están todos esos animales de los que hablas?
Gretel abrió la boca para replicar, pero no se le ocurrió ninguna respuesta adecuada, así que miró de nuevo y escudriñó el terreno en busca de los animales. No los había por ninguna parte.
- Si fuera una granja, habría vacas, cerdos, ovejas y caballos – dijo Bruno -. Y gallinas y patos.
- Pues no hay ninguno – admitió Gretel en voz baja.
- Y si aquí cultivaran alimentos, como has dicho – continuó Bruno, disfrutando de lo lindo -, la tierra tendría mejor aspecto, ¿no crees? No me parece que se pueda cultivar nada en una tierra tan árida.
Gretel volvió a mirar y asintió con la cabeza; no era tan tonta como para empeñarse en tener razón cuando era evidente que no la tenía.
- A lo mejor resutla que no es ninguna granja – dijo.
- No lo es – confirmó Bruno.
- Y eso significa que esto no es el campo – añadió ella.
- No, creo que no lo es.
- Y eso también significa que seguramente ésta no es nuestra casa de veraneo – concluyó Gretel.
- Me parece que no.
Bruno se sentó en la cama y por un instante sintió ganas de que Gretel se sentara a su lado, lo abrazara y le asegurara que todo saldría bien y que al final aquello acabaría gustándoles tanto que ya no querrían regresar a Berlín. Pero ella seguía mirando por la ventana, y esta vez no contemplaba las flores ni el adoquinado ni el banco con la placa ni la alta alambrada ni los postes de madera ni el alambre de espino ni la tierra reseca que había detrás ni las cabañas ni los pequeños edificios ni las columnas de humo: estaba mirando a la gente.
- ¿Quiénes son todas esas personas? – preguntó con un hilo de voz, como si pensara en voz alta -. ¿Y qué hacen allí?
Bruno se levantó y por primera vez ambos miraron juntos por la ventana, pegados el uno al otro, contemplando loq ue pasaba más allá de aquella alambrada a menos de quince metros de su nuevo hogar.
Allá donde mirasen veían individuos que iban de un lado a otro; los había altos, bajos, viejos y jóvenes. Unos estaban de pie, inmóviles, formando grupos, con los brazos pegados a los costados, intentando mantener la cabeza erguida, mientras un soldado pasaba ante ellos gesticulando con la boca muy deprisa, como si les gritara algo. Algunos formaban una especie de cadena de presos y empujaban carretillas a través del campo; salían de un sitio que quedaba fuera del alcance de la vista y llevaban sus carretillas detrás de una cabaña, donde desaparecían nuevamente. Unos cuantos estaban cerca de las cabañas formando grupos, con la vista clavada en el suelo como si jugaran a pasar inadvertidos. Otros caminaban con muletas y muchos llevaban vendajes en la cabeza. Algunos cargaban palas y eran conducidos por soldados hacia un sitio que
quedaba oculto.
Bruno y Gretel vieron a cientos de personas, pero había tantas cabañas y el campo se extendía hasta tan lejos, más allá de donde alcanzaba la vista, que daba la impresión de que debía de haber miles.
- Y qué cerca de nosotros viven – comentó Gretel frunciendo el ceño -. En Berlín, en nuestra tranquila y bonita calle, sólo había seis casas. Y mira cuántas hay aquí. ¿Cómo se le ocurriría a Padre aceptar un empleo en un sitio tan horrible y con tantos vecinos? No tiene sentido.
- Mira allí – dijo Bruno.
Gretel siguió la dirección que señalaba el dedo de su hermano y vio salir de una lejana cabaña a un grupo de niños y a unos soldados que les gritaban. Cuanto más les gritaban, más se amontonaban los niños, pero entonces un soldado se abalanzó sobre ellos y los niños se separaron e hicieron lo que al parecer les ordenaban, que era ponerse en fila india. Cuando lo hicieron, los soldados se echaron a reír y aplaudieron.
- Deben de estar ensayando algo – sugirió Gretel, sin tener en cuenta que al parecer algunos niños, incluso mayores, incluso los que tenían la misma edad que ella, estaban llorando.
- Ya te decía yo que aquí había niños – dijo Bruno.
- Pero no son la clase de niños con los que yo quiero jugar. Mira qué sucios están. Hilda, Isobel y Louise se bañan todas las mañanas, como yo. Estos niños parece que no se hayan bañado en la vida.
- Sí, está todo muy sucio. A lo mejor es que no tienen cuartos de baño.
- No seas estúpido – le espetó Gretel, pese a que le habían dicho muchas veces que no debía llamar estúpido a su hermano -. ¿Cómo no van a tener cuartos de baño?
- No lo sé – dijo Bruno -. A lo mejor es que no hay agua caliente.
Gretel siguió mirando unos momentos más; luego se estremeció y se dio la vuelta.
- Me voy a mi habitación a ordenar mis muñecas – anunció -. La vista es más bonita desde allí.
Y echó a andar, cruzó el pasillo, entró en su dormitorio y cerró la puerta, aunque no se puso a ordenar las muñecas enseguida. Se sentó en la cama y empezaron a pasarle muchas cosas por la cabeza.
Su hermano se acercó a la ventana y, mientras contemplaba a aquellos cientos de personas que trajinaban o deambulaban a lo lejos, reparó en que todos – los niños pequeños, los niños no tan pequeños, los padres, los abuelos, los tíos, los hombres que vivían en las calles y que no parecían tener familia – llevaban la misma ropa: un pijama gris de rayas y una gorra gris de rayas.
- Qué curioso – murmuró, y se apartó de la ventana.
Capítulo 4, El Niño con el Pijama de Rayas.
de, John Boyne.
Describe qué ven Bruno y su hermana Cretel
Por qué crees que la gente que está al otro lado de la alambrada llevan un pijama de rayas
Investiga sobre el libro e indica a qué acontecimiento histórico se refiere John Boyne. Además debes citar las páginas web de dónde sacaste la información, poniendo la fecha y la hora de consulta.
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